miércoles, 29 de octubre de 2008

La pecera

Decidido a poder compartir un tiempo con mi amigo Luis y su chica la Ponja, a quien hasta hace escazos días atrás llamaba "La chirusa esa", por cuestiones que no tengo interés alguno en comentar en este momento, lo llamé por teléfono el sabado a la tarde para ver si nos encontrabamos.
Me aseguró que estaba despierto, aunque creo que faltó a la verdad y no sólo porque su voz era ronca y las vocales se estiraban tanto como las eses, sino porque era el mediodía y a esa hora suele estar durmiendo dada su inagotable capacidad para ello.
Finalmente entre bostesos que se me fueron contagiando, coordinamos que nos encontraríamos a comer en "Casimiro" de Belgrano ya que la Ponja iba a estar con su niño San y en ese lugar había un especio destinado exclusivamente al entretenimiento infantil y antes de cortar me encomendó la tarea de reservar mesa ya que suele estar hasta la manija.
A las 9.30 horas exactamente, ya que la puntualidad es uno de mis vicios, estaba llegando con Candela. Estacionamos en la puerta y, para mi asombro, Luis, quien goza de la pulsión contraria, se detenía detrás.
Temí que la tormenta de Santa Rosa se desatara en ese mismo momento o que la luna se tiñera de sangre presagiando el fin de los días; inclusive hasta temí que un terremoto azotara Buenos Aires y para alegría de los porteños la ciudad se transformara en una Estado Insular, en la Venecia Sudamericana, pero mis rezos fueron lo suficientemente fuertes.
Entregamos las llaves al pibe del "valet parkin" y entramos. En la recepción una mujer de teñido pelo rubio y cuidadas maneras chequeó nuestra reserva y colocó a la criatura una pulsera de papel de la cual cortó un cuadradito con un número de identificación que era el comprobante de que "ese niño" sólo podría retirarse con nosotros. Nada de pensar en regalarlo y no vaya a ser que algún padre pasado de copas tomara a cualquier criatura por propia y se fuera.
Igual, menudo problema habría tenido cualquier padre de rasgos occidentales que decidiera llevarse a San. Se imaginarán que el apodo de La Ponja no es una cuestión al azar y su pequeño hijo comparte las mismas características fisonómicas.
Otra chica llamada Soledad nos condujo hasta nuestra mesa. Ya identificado el tablón donde depositarían nuestras sustancias alimenticias La Poja se condujo hacia el lugar donde los niños podían berrear libremente fuera de las miradas atentas de los padres.
Este era un habitáculo rectangular, con una pared transparente que daba al salón comedor, completamente preparado para las delicias infantiles. Tenía una estructura de tubos y reposos de dos pisos por donde un sin fin de pequeños seres humanos corría golpeándose, se colgaban de sogas que pendían del techo, se sentaban en el interior de tubos de plástico con aberturas, se tiraban clavados hacia una pileta de pelotas multicolores, se pisaban los dedos para subir la escalera, se abrazaban y corrían, corrían, corrían y corrían. En aquel lugar había una especie de salón comedor con mesas dignas de los habitantes de "Liliput", donde se sentaban a comer el menú infantil que consistía en ñoquis, milanesas con puré y, si mal no recuerdo, hamburguesas con puré, cuantas veces quieran y cuando sintieran el llamado de la naturaleza. Esta laxitud en la dispensa de alimento para los seres habitantes de esta pecera me resultó extraña, aunque no tanto como la ausencia de vómitos puesto que me es casi inconcebible que una persona coma transpirado, ansioso y, ni bien trague el último bocado, salga despedido a tirarse de cabeza en una colchoneta, sin sentir una mínima nausea.
Además, dadas las largas horas que permanecía abierto el local, dentro de aquella pecera infantil se generaba, al final del día, una especie de microclíma similar a una selva amazónica donde la humedad no la brindaba una frondosa vegetación sino los sudores de cientos de niños desaforados.
Salí ahogado, con las manos sudorosas, pálido y los pantalones pegados a mis piernas, pero, principalmente, sordo y mareado.