domingo, 28 de junio de 2009

La Flauta de Bartolo

Ayer, en una nota al píe de un libro que pispeaba sobre una librería de la Avenida de Mayo, encontré la letra completa de aquella la canción picaresca que de chico repetía en los viajes al campamento en el La Salle.

“Bartolo quería casarse
por gozar de mil placeres
y entre quinientas mujeres,
ninguna buena encontró,
pues siendo tan exigente
no halló ninguna a su gusto
y por evitar disgustos
solterito se quedó

Bartolo tenía una flauta
Con un agujerito sólo
Y su madre la decía:
Tocá la flauta, Bartolo”


Además agregaba: Letrilla popular anónima (c. 180), cuya música fue anotada y publicada por Francisco Hargreaves en 1900.
Se dice que Bartolo existió: era un negro liberado, que ofrecía golosinas por las calles y se anunciaba con un toque de flauta.

Reductos

Los divorcios y las mudanzas obligan a perturbar la paz reinante en los templos del recuerdo. Casi por capricho los cofres hogareños donde atesoramos reliquias inservibles y objetos que creíamos perdidos para siempre son abiertos, y las partículas del tiempo olvidado se representan como polvo de ayeres.
Siempre sentí fascinación por esos reductos de la personalidad, tanto como repulsión a ordenarlos. Ayer encontré: un viejo llavero que aún mantiene apresada la llave del candado de la bicicleta que no uso hace dos años; el encendedor que compre no recuerdo donde y que por carecer de bencina fue dejad a su suerte; el destornillador para los tornillos de la patillas de los anteojos; la batería del celular que usa mi ahijada como juguete, dos pilas recargables de Luis que le saqué a la cámara de fotos el día anterior a irme de vacaciones; una tapa de desodorante; el calzador del “neceser” de Aerolíneas Argentinas; un pucho ermitaño; profilácticos; dos tornillos y algunas cosas más.
Al tomar éstas alhajas entre mis dedos siento la satisfacción y vergüenza de quien invade un sarcófago que permaneció oculto donde sólo los dioses pudieran encontrarlo.
Todos tenemos estos pequeños depósitos en nuestras casas. Los cajones de la mesa de luz, el último cajón de la cocina, la sopera del centro de mesa, el cajón de las medias, alguna caramelera que era de la abuela, la licuadora descompuesta, el mortero, la fondue de bronce, el cajón del aparador del living, la caja de herramientas. En fin, una multiplicidad de escondites para lo inútil que alguna vez necesitamos.
Mi caso es más severo. Guardo recuerdos...bah!, objetos que representan recuerdos sin parámetro de clasificación y sin discriminar su importancia. En síntesis, guardo todo. Boletos de colectivo que alguna vez tomé para ir a lo de alguna novia cuyo nombre a duras penas recuerdo; entradas a todos los shows que asistí; un clavo del cubre césped de Velez Sarsfield cuando vino Bon Jovi a la Argentina, papeles donde amigos escribieron frases entre copa; cucharitas de tragos (tengo alguna de Dr. Jeckyl, Parada Cero, La City por ahí), corchos tapitas, cospeles de Entel, etiquetas de las que vienen enganchadas a la ropa, frascos, controles remoto, leones, sombras y fantasmas.La lista interminable. La reflexión es obligatoria: ¿Para qué guardamos todo esto? Reconozcámoslo, la mayoría de estas cosas las vamos a terminar tirando cuando el sentimiento, la imagen, el aroma que nos representan se haya esfumado y pierdan significado por la acción implacable del olvido.