viernes, 17 de julio de 2009

Cartas que nunca he escrito - II (por Claudio Almer)

A ti:
Comienzo a escribirte sentado en la misma silla desvencijada que hasta ayer te servía de sustento para tus horas de lectura. Su rechinar me recuerda a las tardes húmedas de torta frita y mate, a la ventana empañada, al silbido del viento entre las rendijas de la puerta.

No pretendo aburrirte entre recuerdos, pero me veo obligado a recordarte que has dejado sobre la mesa olvidado un pañuelo y algunos besos que no he podido devolverte.

Lejos esta en mi intención decirte que tengo un sin fin de recuerdos que no me entran en los cajones de la memoria. Ni quisiera que veas en mis palabras la intención de que retomemos el álbum de fotos que quedó trunco ante tu partida.

¡Es más, no pretendo que respondas esta misiva y si te resistes a abrir el sobre cuando veas mi nombre estampado en el remitente mucho mejor!

Sabes lo tanto que detesto a los egoístas que no pueden sorportar la caducidad del amor y se arrastran como babosas infectas de dolor y lágrimas. Aquellos que se conforman con suscitar aunque más no sea pena en el ser amado para tenerlo, para acapararlo, para atesorar esas caricias que son las mismas que recibe un perrito faldero. ¡De ninguna manera!

Y si aún en tu alma abrigas esa fresca curiosidad que tanto perfumaba los ánimos haciéndote ver niña y mujer. Si no puedes resistir la tentación de leer estas líneas como no podías evitar reposar sobre mi pecho en las tantas tardes de primavera que degustamos a la vera del río, espero que prontamente aplastes bajo tus palmas de ceda este papel áspero y sucio, indigno de ti.

No voy a negar que en alguna oportunidad, caminando ocasionalmente frente a tu puerta no estuve tentado de mirar hacia arriba y verificar si la luz de tu habitación permanecía prendida en las madrugadas de la soledad.

Sería un mentiroso si no te dijera que alguna que otra vez tomé presuroso el teléfono en la ansiedad de escucharte.

¡Que me parta un rayo si en este preciso momento no me maldigo por dibujar estas mismísimas letras!.

Pero tengo una misión loable que cumplir, una urgencia que ningún caballero que se precie de serlo puede evadir. ¡Sólo los cobardes imploran piedad y se niegan a resignar el ardor en el pecho que siente quien no es correspondido por su amada! Y todo el amor que nos juramos por siempre y todas las caricias, los besos y la pasión que nos prodigamos serían injustamente premiados, sería tachados como escoria de un tiempo que no habrá de volver, sino dejara a tu delicado andar en libertad.

Es por ello que no abre de pedir disculpas por todos los errores que te llevaron con justicia a alejarte de mí, no te merezco, no alcanzo el grado de nobleza que un hombre debe tener para gozar de la dicha de caminar de tu mano. Aún si volvieras sabe que serás rechazada. No toleraría el verte humillada para disimular tu pureza de alma bajo el ropaje de un mendigo, como el que porta quien escribe estas palabras.

Por eso convencido de la justicia de mi petición y de lo imperioso de mi cometido es que te pido encarecidamente que por favor no vuelvas.
Tuyo

viernes, 3 de julio de 2009

Al Correntear...

Caminaba por Avenida Corrientes entre bufandas y barbijos jugueteando con el pote de gel con alcohol que tenía en el bolsillo, cansado de tanta esterilización, de tanta paranoia y aburrimiento que generó el perder algunas de nuestras costumbres latinas como el abrazo entre amigos, el saludo con un beso, el compartir el mate, el degustar del plato ajeno, el salivar en las esquinas.
Tome una decisión drástica y arriesgada, me metí sin protección alguna en una librería de libros usados y escarbé entre los toqueteados bordes de aquellos viejos amantes que buscan ser acariciados una vez más, que ansían entregar sus letras a nuevos ojos, que pretenden el refugio de los bolsos y el sueño en las mesas de luz. Los libros viejos siempre me generaron la misma sensación de ternura y pena que un jubilado abrazado a una foto color sepia de la difunta compañera de un tiempo que ya es la historia que repetirá en la cola del banco.
Mis narices se colmaron del polvo de las letras, llené el ambiente de un aroma a leños húmedos, no dejé estante sin ver, novela, historia, filosofía, política, poesía, diccionarios enciclopédicos, fotografía, infantiles, religión.
Bailaba extasiado en una nube de polución que llenaba mis pulmones, me picaba en la garganta, me hacía lagrimear los ojos. Las personas me observaban espantadas, se corrían, se agolpaban en una esquina, se miraban entre ellos y, con cara de asco, se volvían a separar, muchos escaparon por la puerta, otros evitaron entrar, los ojos del cajero se salían de sus órbitras. Yo danzaba regocijado de saberme lleno de mugre, polvoriento y sucio, sucio y exhausto, sucio y libre, sucio y feliz, sucio como la copula del reencuentro.
Entre pirueta y pirueta me llamó la atención un pequeño folletín que colgaba en la esquina de una mesa sobre la que había infinidad de revistas “Gente”, “El Grafico”, “HumorSex”, “Hola!” y hasta una “Adan” , que estuve tentado de llevarme.
Tome aquel conjunto de hojas amarillas lleno de manchones de humedad, con un diseño de tapa austero y lo abrí irrespetuosamente en cualquier página.
Bajo la fina capa del tiempo pude leer un escrito que parece haber nacido para ser abandonado, una declaración que impresiona vacía o un acto de valor disfrazado de vergüenza. Su autor, un ignoto Claudio Almer del que nada dice Wikipedia.
Por dos pesos me llevé el pedazo de papel y lo releí arriba del colectivo. Algo me intrigaba, me desesperaba, hoy puedo decírselos. Ese dos en números romanos estampado en el título. Si las obligaciones y las ganas me lo permiten, la próxima vez dejaré aquí plasmado mi hallazgo y otros de la misma seguidilla que fui desenterrando con sed aún insatisfecha.