viernes, 3 de julio de 2009

Al Correntear...

Caminaba por Avenida Corrientes entre bufandas y barbijos jugueteando con el pote de gel con alcohol que tenía en el bolsillo, cansado de tanta esterilización, de tanta paranoia y aburrimiento que generó el perder algunas de nuestras costumbres latinas como el abrazo entre amigos, el saludo con un beso, el compartir el mate, el degustar del plato ajeno, el salivar en las esquinas.
Tome una decisión drástica y arriesgada, me metí sin protección alguna en una librería de libros usados y escarbé entre los toqueteados bordes de aquellos viejos amantes que buscan ser acariciados una vez más, que ansían entregar sus letras a nuevos ojos, que pretenden el refugio de los bolsos y el sueño en las mesas de luz. Los libros viejos siempre me generaron la misma sensación de ternura y pena que un jubilado abrazado a una foto color sepia de la difunta compañera de un tiempo que ya es la historia que repetirá en la cola del banco.
Mis narices se colmaron del polvo de las letras, llené el ambiente de un aroma a leños húmedos, no dejé estante sin ver, novela, historia, filosofía, política, poesía, diccionarios enciclopédicos, fotografía, infantiles, religión.
Bailaba extasiado en una nube de polución que llenaba mis pulmones, me picaba en la garganta, me hacía lagrimear los ojos. Las personas me observaban espantadas, se corrían, se agolpaban en una esquina, se miraban entre ellos y, con cara de asco, se volvían a separar, muchos escaparon por la puerta, otros evitaron entrar, los ojos del cajero se salían de sus órbitras. Yo danzaba regocijado de saberme lleno de mugre, polvoriento y sucio, sucio y exhausto, sucio y libre, sucio y feliz, sucio como la copula del reencuentro.
Entre pirueta y pirueta me llamó la atención un pequeño folletín que colgaba en la esquina de una mesa sobre la que había infinidad de revistas “Gente”, “El Grafico”, “HumorSex”, “Hola!” y hasta una “Adan” , que estuve tentado de llevarme.
Tome aquel conjunto de hojas amarillas lleno de manchones de humedad, con un diseño de tapa austero y lo abrí irrespetuosamente en cualquier página.
Bajo la fina capa del tiempo pude leer un escrito que parece haber nacido para ser abandonado, una declaración que impresiona vacía o un acto de valor disfrazado de vergüenza. Su autor, un ignoto Claudio Almer del que nada dice Wikipedia.
Por dos pesos me llevé el pedazo de papel y lo releí arriba del colectivo. Algo me intrigaba, me desesperaba, hoy puedo decírselos. Ese dos en números romanos estampado en el título. Si las obligaciones y las ganas me lo permiten, la próxima vez dejaré aquí plasmado mi hallazgo y otros de la misma seguidilla que fui desenterrando con sed aún insatisfecha.

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