lunes, 30 de junio de 2008

"Todos tenemos un muerto en el placard"


Con motivo de la despedida de mi hermano Facundo a lejanas tierras anglosajonas, mi madre organizó una fiesta de despedida que, además de congregar a la familia y a los amigos y de brindarme la posibilidad de comer opíparamente, me dio la pauta clara de que, aunque lo creía imposible, existía el alto riesgo de que mi progenitora estuviera a punto de cumplir con una de las máximas maternales: Poner en ridiculo a los hijos.
Con ingenio realizó en una cartulina una especie de rompecabezas que resumía los 27 años de vida de mi hermano. Tenía un formato de diagrama de flujo pero con organización caótica donde un sin fin de flechas cruzaban espacios en blanco en los que el agazajado, ante la mirada de todos los asistentes y en un breve tiempo cronometrado por el implacable Roberto, debía pegar diversas fotos en que se reflejaban distintos momentos de la vida de su hijo menor, abajo de las cuales escribió leyendas como “Nací un 9 de marzo, era un gordito hermoso”, “me recibí de licenciado...el orgullo de mamá”, “Trabajé mucho y pude recorrer el mundo...que genio!”, “Siempre fui muy deportista hasta que me rompí 400 veces los tobillos..que goma!”, etc. Ya la primer foto motivó una estruendosa carcajada de los amigos de mi hermano que vieron a un gordo rechoncho de rosados cachetes posando sin ropas y sacando, con la inocencia de la tierna infancia, la lengua. Así siguieron las carcajadas y los “aaaaaahhhhh!...que tiernoooooo” de las mujeres presentes.
Yo, por mi parte, guardaba un silencio cerrado y oscuro como el que mantienen aquellos que se saben acechados por el enemigo. Sentí una señal de alarma, un escalofrío me recorrió la espalda y el sudor comenzó a brotar de mi frente. Estaba ante la primera manifestación cabal de que mi madre no tendría escrupulos, movida por su amor incondicional, a someternos a una situación de vergüensa suprema.
Aunque mi hermano y yo no nos caracterizamos por tener ese sentimiento de pudor que habitualmente suele confundirse con ubicuidad social (especialmente quien escribe), la cosa estaba pasando de castaño a oscuro.
Al otro día mi hermano me comentó aliviado: “Por lo menos la vieja no sacó esa foto en que estamos disfrazados como superman y robin...Tengo que quemar esa foto”. Los interminables trámites que tuvo que efectuar antes de viajar le imposibilitaron encarar una pesquisa más profunda y me dejó “el trabajo” a mi, pidiéndome encarecidamente que cuando lograra quemar las evidencias le mandara un mail para que pudiera sentirse seguro que esa mácula en su pasado quedaba definitivamente en el olvido.
Durante semanas estuve revisando disimuladamente los cajones, los placares, la baulera y todo espacio donde mi vieja podría haber guardado las fotos, pero sin éxito. El miedo se convirtió prontamente en un terror angustiante.
Mi madre. La organizada; la que cuando te das vuelta te guardó la cucharita con que ibas a revolver el cafe porque pensó que estaba fuera de lugar; la que pone el grito en el cielo si guardas los Tupers en el cajón de las cacerolas; la que casi sufre un síncope el día en que la tijera de la cocina desapareció durante quince días para viajar hasta el lapicero de mi escritorio por décima vez; la que realiza una planilla de excel para organizar todo lo que tiene en el vanitori, no podía haber perdido las “fotos de la vergüenza”. No!!!...indudablemene las había escondido esperando la oportunidad de “sacar los trapitos al sol”. Intensifiqué mi busqueda y durante casi un mes le dí vuelta la casa tomando la precaución de dejar todo en su lugar exacto para no despertar sospechas. Finalmente el esfuerzo rindió sus frutos.
Pense quemarlas en la hornalla, mojarlas y ponerlas en el microondas, partirlas en pedacitos y tirarlas a la basura, metermelas en la boca y tragárlas. Sin embargo cuando estaba a punto de tirarlas a la parrilla y rociarlas con alcohol sentí un golpecito en la fibra íntima de mi ser. Era algo similar a la ternura o a la nostalgia. “Pobre vieja, no puedo hacerle esto” me encontré pensando. Guardé las fotos en la mochila y me las llevé.
Estuve meditando durante largo tiempo que hacer con ellas. Las miraba y no podía evitar reirme, recordar momentos que han pasado, pequeños estallidos de tiempo donde toda nuestra niñez queda focalizada en un punto que desgustamos con el mismo placer con que saboreamos un vino añejo.
De pronto, mientras me encontraba comiendo una porción de pizza en la barra de “Guerrin” todo se aclaró.
No existe madre que, llevada por la máxima expresión del amor o la suprema estupidez, no nos haga pasar un momento de extrema vergüenza ante “aquellos que no tienen porque enterarse de eso”.
Las que no muestran las fotos donde aparecemos en pelotas con un “pitulín” cercano al de los eunúcos la primera vez que nuestra novia se queda a comer, decidén compartir la primera menstruación de la nena con todo el barrio. Otras ponen un gran pasacalle para anunciar a las vecinas que “la nena se ME recibió de podóloga” y las más modernas gritan a los cuatro vientos con aires de superadas “mi hijo/a es gay y estoy orgullosa”. No nos hagamos los boludos, todos lo sabemos, existe una ámplia gama de comportamientos maternales que los hijos debemos padecer.
Pero, ¿qué es lo que nos molesta de esta situación? ¿Qué hallamos hecho lo que hicimos o comentado lo que comentamos?, ¿La foto en que aparecemos en pelotas? O, en realidad, ¿qué ese muerto que tenemos en el placard sea exhibido al mundo descaradamente por nuestra propia madre?.
En mi caso, que como dije soy casi un desvergozado total, es lo último. Por ende, lo que aquí hago no es más que un acto de venganza o de legítima defensa. Un ataque ante el indudable avance del enemigo, Un acto de justicia. Muestro al mundo, sin pudor y sintiéndome profundamente orgulloso (si OR-GU-LLO-SO) algunas de las fotos más vergonzosas que nuestra madre guardaba esperando el momento oportuno de utilizarlas. Se que no es lo que mi hermano deseaba, pero doy por hecho que apoyará mis acciones y afrontará valientemente cualquier consecuencia.
Me pregunto, ustedes por casa, como andan?

sábado, 21 de junio de 2008

Mimí

El otro día (expresión indefinida con la que suelo identificar acontecimientos que ocurrieron hace quince minutos o diez años) fui a visitar a una amiga a la escribanía donde labura desde hace algun tiempo (otra indefinición) y de paso, además de manguearle un café, pedirle su opinión profesional sobre sociedades para analizar una cosa en el laburo que me estaba partiendo la cabeza desde hacía días. Subí por uno de esos acensores modernos que parecen una cajita de zinc con tapa plástica que al fondo tienen un gran espejo para disimular las dimensiones de caja se zapátos y, de paso cañaso, mostrar la cara demacrada de uno cuando llega a la mañana.
La cuestión, lo interesante del asunto, es que tuve la grata sorpresa de conocer a Mimí.
Era una mujer entrados, sobradamente, en los cincuenta años, de labios carnosos prolijamente pintarrajeados de rosa Barbie (o por lo menos eso creo...algún día les hablaré de mi daltonismo), que combinaban con una blusa de cuello escote en V del que asomaban dos inmensos (si reitero) inmensos senos que indudablemente mostraba de forma deliberada. Su pelo rubio ceniza le caía onduladamente sobre los hombros y frente a sus ojos marrones portaba un par de anteojos que hoy denominamos “retro” pero que debían tener casi la mitad de su edad. Sentada detrás de un escritorio en que resaltaba una taza grandota con la leyenda “Recuerdo de Mar del Plata” y el infaltable lobo marino en posición de estar desperezándose, me reglaló una gran sonrisa a dentadura completa.
- Buen día joven.
- Buen día, vengo a ver a María.
Sin inmutarse pero con un brillo picaro en sus ojos tomó el teléfono y marco unos numeros. Tenía la mano rellenita y una docena de anillos dorados poblaban los cinco dedos que remataban en una uñas pintadas en composé con los labios. Al cabo de unos segundos con la misma amabilidad y brillo en sus pupilas me dijo que iría a buscarla. Lo gracioso no fue solamente ver que debajo de la pollera negra con bolados asomaban un par de zapatos también de color rosa, sino que la oficina donde estaba María quedaba a escasos metros y pude escuchar todo lo que le decía Mimí.
- Nenina, aca hay un joven caballero viene a buscarte – la entonación que puso a las palabras eran las mismas que suele poner una vieja chusma sosteniendo el carrito del almacen mientras le comenta a la vecina que el verdulero le arrastra el ala a la empleada de La Carmen – esta esperandote en la Sala. ¿Quién es este muchacho? Porque hacía tiempo que no venía alguien a verte a la oficina y claramente, cliente no es.
Casi podía adivinar la cara de María mirandola a Mimí con expresión de “¡Que mierda te importa! ¡Porque no me dejas de romper las pelotas!”. Sin embargo, Mimí parecía obstinada en sacarle información.
- ¡Dale nena, no lo vas a tener allí esperando una eternidad! Es un rico chico, medio petiso y esa barbita que tiene no me convence. ¿De donde lo conoces? ¿Es de la facultad?.
Se escuchó un silencio.
- Bueno, no te preocupes si no querés contarme no importa, yo le digo que te espere un segundo. ¿Es del curso de ruso, vecino de tu barrio, amigo del colegio?.
Nuevamente el silencio.
Se abrió la puerta y aparecieron Mimí, su blusa rosa, sus grandes tetas y su sonrisa picarezca.
- ¿Desea tomar algo? – me preguntó
- Mimí, toma, mandame este fax, llamame a Alberto, anda a sacarme dos fotocopias de este papel y de paso comprame un Marlboro light box diez.
Quien interumpía era un hombre que debía tener la misma edad de Mimí cuyas canas sólo aumentaban su porte masculino (algo así como Richard Gere, Sean Connery o el hijo de puta de Pierce Brosman). De pronto me pareció sentir que la alfombra del lugar se humedecía, que un tenue pero perceptible aroma a rosas inundaba aire, que un vals edulzaba los oidos, que miles de pétalos caían del techo y todo salía de las pupilas de Mimí que miraba a este hombre (indudablemente uno de los jefes del lugar) con embelesada cara de quinceañera enamorada.
- ¿Siiiiii...necesita algo maaassss? – preguntó en un suspiro que, debo ser sincero, se parecía más a un gemido de gozo después del orgasmo.
- Si que me pagues el colegio de los chicos en el pago facil de la vuelta.
Ya se había retirado este hombre y los ojos de Mimí aun estaban dirigidos hacia el pasillo por donde desapareció. Se abrió una puerta y apareció María cargando unas carpetas, su mochila, acomodándose el flequillo y buscando algo en los bolsillos de su tapado.
- Vamos – me dijo – Chau Mimí, hasta mañana.
- Cha au, que la pasen bien – y un grotesco guiño de ojos.
Subimos a la cajita de zinc y no pude evitar comentar lo personaje que era esta Mimí.
Entonces María, cuando llegamos a la confitería que esta en la esquina de Cordoba y Florida y ya habiendo efectuado sus tres muecas características (la viejita de ojos cerrados, la miradita al cielo con carita de “que le vamos a hacer” y la “te estoy leyendo la mente”) me comentó un poco la vida de esta mujer y que iré comentándosela en alguna otra entrega.
Basta por ahora decir que hacía treinta años que trabajaba en esa escribanía, que era soltera, que tenía un record imbatible de puntualidad y, como si no me hubiera dado cuenta para entonces, una inexplicable necesidad patológica de pintarse los labios y las uñas de rosa.

jueves, 12 de junio de 2008

El Gran Misterio

Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha luchado denodada e inutilmente contra el tiempo. Si antaño mercaderes nomades prometían la juventud eterna en pequeñas pociones mágicas, hoy la cuestión se ha tecnificado hasta limites insospechados. Hay liftings, botox, cremas antiage, cremas proage, pinchazos noage, alimentos antioxidantes, pilates y vaya uno a saber cuantas cosas más que buscan perpetuar la fresca juventud. ¡Juventud, divino tesoro!.
Combatimos contra las arrugas, las patas de gallo, las canas, la calvicie, en síntesis, contra cualquier síntoma que denote que el tiempo inevitablemente pasa. No tiempo como ese conteo interminable, repetitivo e inexorable que marcan los relojes, sino el tiempo biológico que se cuenta por achaques y marcas corporales que por más que nos esforcemos apareceran. La lucha es inevitable y no pretendo ponerme a filosofar como un sofista barato sobre la crueldad o la dicha de la maduración, sino que quiero comentar como mis abuelos en su inagotable sabiduría de años han encontrado el remedio para retrasar el tiempo.
Ellos que han atravezado más de medio siglo de vida, que han vivido las tragedias humanas, que contienen en sus retinas aún fresco el recuerdo de las primeras radios a galena, de los limpia rayos de los automóviles, del lechero y el aguatero pasando por la puerta con sus carros tirados por cansados caballos, de los vendedores de pizza que portaban sobre sus lisos craneos esa masa italiana que hemos adoptado como alimento nacional. Mis abuelos, los que han caminado la Avenida de Libertador empedrada, que evitaban deambular en horas de la noche el bajo de retiro, zona de bándalos, malevaje y guapos, han encontrado el remedio que los magos, los curanderos, las brujas y los cientificos no logran descular. Yo, tal vez traicionando su confianza, decido compartir con ustedes el secreto del Gran Misterio.
La cuestión es sencilla, mi abuela loopea y mi abuelo va en slow motion. Basta un ejemplo como muestra.
Mi abuela suele empecinarse en repetir pensamientos o conversaciones dos, tres y hasta cuatro veces. El fin de semana pasado, sin ir mas lejos, Me preguntó si me gustaban los moñitos con manteca. Lógicamente entendí que me quería tender una trampa, ya que desde que tengo cinco años pocas cosas hay tan ricas como los moñitos con manteca de mi abuela. Por ende le dije que sí. “¡En serio!”, respondio. No me creí la espontaneidad con que lo dijo. La vieja seguramente había apelado a su sarcasmo. Entonces se puso a cocinar y mientras cargaba la cacerola con agua volvio a preguntarme: “¿Te gustan los moñitos con manteca?”. “Si abuela” respondí. “¡En serio!”, reiteró con la misma cara de sorprendida. ¡Que grande mi abuela, que manera de multiplicar el tiempo!. Pero no contenta con esta optimización de los segundos de vida física, volvio a batallar mientras sacaba el pan lactal de la heladera “Drean”. “¿Te gustan los moñitos con manteca?”... ¡Idoooola!..jajaja.
Luego cuando ya me encontraba saboreando el manjar cacero, me preguntó dos veces donde quedaba mi casa, cuando me había mudado y volvió a pedirme un plano para llegar a mi hogar (tiene esa pulsión a pedir planos de donde quedan las casas de toda la familia. Vicio porteño de creer que todos los que vivimos mas allá de la General Paz estamos en el medio del campo y vamos a pescar a los arrollitos que se niega a creer entubados).
Mientras tanto mi abuelo se tomo nada mas que cuarenta y cinco minutos para dejar su libro de historia de Sarmiento (El chabón es el mayor historiador ignoto de Sarmiento), orinar y sentarse en la mesa... ¡Fenooooomenoooo!
Diganme la verdad, acaso no existe técnica mejor para que el tiempo se retrase, se demore en transcurrir. Nosotros, los que aún creemos que somos jovenes por esa convención social que dice que a determinada edad sos niño, en otra joven, luego adulto y finalmente geronte, vivimos multiplicando las actividades pensando que de esa manera todo va mas lento pero ¡NO!, desengañemosnos, al final de cuentas todo se sucede en una voragine indescifrable, a una velocidad meteórica, a un ritmo que diluye el disfrute de los que esta sucediendo. Los nonos con la experiencia de los años se percataron que la multiplicación y la lentitud eran la clave, The Key. Y ahora me vienen a decir que “El elogio de la lentitud” es una novedad. ¡Por favor!