Con motivo de la despedida de mi hermano Facundo a lejanas tierras anglosajonas, mi madre organizó una fiesta de despedida que, además de congregar a la familia y a los amigos y de brindarme la posibilidad de comer opíparamente, me dio la pauta clara de que, aunque lo creía imposible, existía el alto riesgo de que mi progenitora estuviera a punto de cumplir con una de las máximas maternales: Poner en ridiculo a los hijos.
Con ingenio realizó en una cartulina una especie de rompecabezas que resumía los 27 años de vida de mi hermano. Tenía un formato de diagrama de flujo pero con organización caótica donde un sin fin de flechas cruzaban espacios en blanco en los que el agazajado, ante la mirada de todos los asistentes y en un breve tiempo cronometrado por el implacable
Yo, por mi parte, guardaba un silencio cerrado y oscuro como el que mantienen aquellos que se saben acechados por el enemigo. Sentí una señal de alarma, un escalofrío me recorrió la espalda y el sudor comenzó a brotar de mi frente. Estaba ante la primera manifestación cabal de que mi madre no tendría escrupulos, movida por su amor incondicional, a someternos a una situación de vergüensa suprema.
Aunque mi hermano y yo no nos caracterizamos por tener ese sentimiento de pudor que habitualmente suele confundirse con ubicuidad social (especialmente quien escribe), la cosa estaba pasando de castaño a oscuro.
Al otro día mi hermano me comentó aliviado: “Por lo menos la vieja no sacó esa foto en que estamos disfrazados como superman y robin...Tengo que quemar esa foto”. Los interminables trámites que tuvo que efectuar antes de viajar le imposibilitaron encarar una pesquisa más profunda y me dejó “el trabajo” a mi, pidiéndome encarecidamente que cuando lograra quemar las evidencias le mandara un mail para que pudiera sentirse seguro que esa mácula en su pasado quedaba definitivamente en el olvido.
Durante semanas estuve revisando disimuladamente los cajones, los placares, la baulera y todo espacio donde mi vieja podría haber guardado las fotos, pero sin éxito. El miedo se convirtió prontamente en un terror angustiante.
Mi madre. La organizada; la que cuando te das vuelta te guardó la cucharita con que ibas a revolver el cafe porque pensó que estaba fuera de lugar; la que pone el grito en el cielo si guardas los Tupers en el cajón de las cacerolas; la que casi sufre un síncope el día en que la tijera de la cocina desapareció durante quince días para viajar hasta el lapicero de mi escritorio por décima vez; la que realiza una planilla de excel para organizar todo lo que tiene en el vanitori, no podía haber perdido las “fotos de la vergüenza”. No!!!...indudablemene las había escondido esperando la oportunidad de “sacar los trapitos al sol”. Intensifiqué mi busqueda y durante casi un mes le dí vuelta la casa tomando la precaución de dejar todo en su lugar exacto para no despertar sospechas. Finalmente el esfuerzo rindió sus frutos.
Pense quemarlas en la hornalla, mojarlas y ponerlas en el microondas, partirlas en pedacitos y tirarlas a la basura, metermelas en la boca y tragárlas. Sin embargo cuando estaba a punto de tirarlas a la parrilla y rociarlas con alcohol sentí un golpecito en la fibra íntima de mi ser. Era algo similar a la ternura o a la nostalgia. “Pobre vieja, no puedo hacerle esto” me encontré pensando. Guardé las fotos en la mochila y me las llevé.
Estuve meditando durante largo tiempo que hacer con ellas. Las miraba y no podía evitar reirme, recordar momentos que han pasado, pequeños estallidos de tiempo donde toda nuestra niñez queda focalizada en un punto que desgustamos con el mismo placer con que saboreamos un vino añejo.
De pronto, mientras me encontraba comiendo una porción de pizza en la barra de “Guerrin” todo se aclaró.
No existe madre que, llevada por la máxima expresión del amor o la suprema estupidez, no nos haga pasar un momento de extrema vergüenza ante “aquellos que no tienen porque enterarse de eso”.
Las que no muestran las fotos donde aparecemos en pelotas con un “pitulín” cercano al de los eunúcos la primera vez que nuestra novia se queda a comer, decidén compartir la primera menstruación de la nena con todo el barrio. Otras ponen un gran pasacalle para anunciar a las vecinas que “la nena se ME recibió de podóloga” y las más modernas gritan a los cuatro vientos con aires de superadas “mi hijo/a es gay y estoy orgullosa”. No nos hagamos los boludos, todos lo sabemos, existe una ámplia gama de comportamientos maternales que los hijos debemos padecer.
Pero, ¿qué es lo que nos molesta de esta situación? ¿Qué hallamos hecho lo que hicimos o comentado lo que comentamos?, ¿La foto en que aparecemos en pelotas? O, en realidad, ¿qué ese muerto que tenemos en el placard sea exhibido al mundo descaradamente por nuestra propia madre?.
En mi caso, que como dije soy casi un desvergozado total, es lo último. Por ende, lo que aquí hago no es más que un acto de venganza o de legítima defensa. Un ataque ante el indudable avance del enemigo, Un acto de justicia. Muestro al mundo, sin pudor y sintiéndome profundamente orgulloso (si OR-GU-LLO-SO) algunas de las fotos más vergonzosas que nuestra madre guardaba esperando el momento oportuno de utilizarlas. Se que no es lo que mi hermano deseaba, pero doy por hecho que apoyará mis acciones y afrontará valientemente cualquier consecuencia.
Me pregunto, ustedes por casa, como andan?
Pense quemarlas en la hornalla, mojarlas y ponerlas en el microondas, partirlas en pedacitos y tirarlas a la basura, metermelas en la boca y tragárlas. Sin embargo cuando estaba a punto de tirarlas a la parrilla y rociarlas con alcohol sentí un golpecito en la fibra íntima de mi ser. Era algo similar a la ternura o a la nostalgia. “Pobre vieja, no puedo hacerle esto” me encontré pensando. Guardé las fotos en la mochila y me las llevé.
Estuve meditando durante largo tiempo que hacer con ellas. Las miraba y no podía evitar reirme, recordar momentos que han pasado, pequeños estallidos de tiempo donde toda nuestra niñez queda focalizada en un punto que desgustamos con el mismo placer con que saboreamos un vino añejo.
De pronto, mientras me encontraba comiendo una porción de pizza en la barra de “Guerrin” todo se aclaró.
No existe madre que, llevada por la máxima expresión del amor o la suprema estupidez, no nos haga pasar un momento de extrema vergüenza ante “aquellos que no tienen porque enterarse de eso”.
Las que no muestran las fotos donde aparecemos en pelotas con un “pitulín” cercano al de los eunúcos la primera vez que nuestra novia se queda a comer, decidén compartir la primera menstruación de la nena con todo el barrio. Otras ponen un gran pasacalle para anunciar a las vecinas que “la nena se ME recibió de podóloga” y las más modernas gritan a los cuatro vientos con aires de superadas “mi hijo/a es gay y estoy orgullosa”. No nos hagamos los boludos, todos lo sabemos, existe una ámplia gama de comportamientos maternales que los hijos debemos padecer.
Pero, ¿qué es lo que nos molesta de esta situación? ¿Qué hallamos hecho lo que hicimos o comentado lo que comentamos?, ¿La foto en que aparecemos en pelotas? O, en realidad, ¿qué ese muerto que tenemos en el placard sea exhibido al mundo descaradamente por nuestra propia madre?.
En mi caso, que como dije soy casi un desvergozado total, es lo último. Por ende, lo que aquí hago no es más que un acto de venganza o de legítima defensa. Un ataque ante el indudable avance del enemigo, Un acto de justicia. Muestro al mundo, sin pudor y sintiéndome profundamente orgulloso (si OR-GU-LLO-SO) algunas de las fotos más vergonzosas que nuestra madre guardaba esperando el momento oportuno de utilizarlas. Se que no es lo que mi hermano deseaba, pero doy por hecho que apoyará mis acciones y afrontará valientemente cualquier consecuencia.
Me pregunto, ustedes por casa, como andan?